La
primera vez que entré a esa casa de estilo inglés busqué entre la
memorabilia y los objetos cotidianos algo que fuera particular,
diferente, que realmente me ubicara en donde yo quería estar.
Las
fotos me eran casi todas familiares. La casa era una casa y no mucho
más que eso, ahora transformada en comercio, con souvenirs y todo. Eso
me hizo pensar en él. Estaba seguro que no lo hubiera aceptado. Pero en
honor a la memoria muchas veces se traiciona a la propia memoria.
Una cama que podría haber sido mia. Unos cuantos platos, tazas, utensillos hogareños que podían ser de cualquiera. Una bici con motor. Una moto. Unos palos de golf que podrían ser tuyos. Un escritorio, una máquina de escribir. De cualquiera; podía ser de cualquiera esta casa. Esta vida podía ser de cualquiera...
Me
senté en el banco del patio. Y entendí. Eso era lo que buscaba. Todo
esto podía ser de cualquiera, esta vida podía ser tuya, mia, pero no lo
era. No había nada extraordinario, salvo que era extraordinario. Era
simplemente, y lo digo como si fuera simple, la decisión de ser.
Ese
fue el primer día que entré a esa casa. Pero me emocioné mucho más
cuando otros entraron, cuando los vi por televisión, cuando Osvaldo
Carballo me regaló el disco con las fotos de esa visita. En el día de
hoy de 2006, Fidel Castro y Hugo Chávez visitaban Villa Nydia, ese
chalet en Alta Gracia donde había crecido Ernestito, mucho antes de ser
el Che Guevara, o tal vez cuando empezó a serlo.
Ese
día estaba Calica Ferrer también, amigo del Che, a quien tengo el honor
de conocer, como a la familia de Alberto Granados gracias a otro amigo,
Rubén Rüedi.
Recorrieron la casa, rieron, recordaron, quitándonos el aire como el asma a ese pibe de pantalones cortos.
Alta Gracia recibía la histórica visita de dos primeros mandatarios de
la Patria Grande. Pero no cualquieras, por un lado al comandante que
siguió su legado revolucionario en tierras bolivarianas; por el otro al
comandante que el Che siguió en batalla en la revolución cubana. Y los
unía con sus amigos de la infancia.
El tiempo dejaba de ser lineal. El tiempo ya no era tiempo. Ellos no compraron souvenirs, ni se pusieron la remera por moda.
Desde
el pórtico del chalet, Ernestito los miraba irse, aplaudidos, queridos,
entre una multitud inédita para esa querida ciudad que visito cada vez
que puedo escapar al menos un día. Ese pibe que se endureció sin perder
la ternura jamás, desde el silencio del bronce los despedía.
Marcelo J. Silvera
(c) Permitida la reproducción citando la fuente: (texto y link) Radio Regional 105.7 - www.radioregionalatilra.com
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