martes, 22 de julio de 2014

Palabras Vertebrales, la columna de Marcelo J. Silvera: 22 de julio - Un niño común, un hombre extraordinario

La primera vez que entré a esa casa de estilo inglés busqué entre la memorabilia y los objetos cotidianos algo que fuera particular, diferente, que realmente me ubicara en donde yo quería estar.
Las fotos me eran casi todas familiares. La casa era una casa y no mucho más que eso, ahora transformada en comercio, con souvenirs y todo. Eso me hizo pensar en él. Estaba seguro que no lo hubiera aceptado. Pero en honor a la memoria muchas veces se traiciona a la propia memoria.

Una cama que podría haber sido mia. Unos cuantos platos, tazas, utensillos hogareños que podían ser de cualquiera. Una bici con motor. Una moto. Unos palos de golf que podrían ser tuyos. Un escritorio, una máquina de escribir. De cualquiera; podía ser de cualquiera esta casa. Esta vida podía ser de cualquiera...
Me senté en el banco del patio. Y entendí. Eso era lo que buscaba. Todo esto podía ser de cualquiera, esta vida podía ser tuya, mia, pero no lo era. No había nada extraordinario, salvo que era extraordinario. Era simplemente, y lo digo como si fuera simple, la decisión de ser.
Ese fue el primer día que entré a esa casa. Pero me emocioné mucho más cuando otros entraron, cuando los vi por televisión, cuando Osvaldo Carballo me regaló el disco con las fotos de esa visita. En el día de hoy de 2006, Fidel Castro y Hugo Chávez visitaban Villa Nydia, ese chalet en Alta Gracia donde había crecido Ernestito, mucho antes de ser el Che Guevara, o tal vez cuando empezó a serlo.
Ese día estaba Calica Ferrer también, amigo del Che, a quien tengo el honor de conocer, como a la familia de Alberto Granados gracias a otro amigo, Rubén Rüedi.
Recorrieron la casa, rieron, recordaron, quitándonos el aire como el asma a ese pibe de pantalones cortos.
Alta Gracia recibía la histórica visita de dos primeros mandatarios de la Patria Grande. Pero no cualquieras, por un lado al comandante que siguió su legado revolucionario en tierras bolivarianas; por el otro al comandante que el Che siguió en batalla en la revolución cubana. Y los unía con sus amigos de la infancia.
El tiempo dejaba de ser lineal. El tiempo ya no era tiempo. Ellos no compraron souvenirs, ni se pusieron la remera por moda.
Desde el pórtico del chalet, Ernestito los miraba irse, aplaudidos, queridos, entre una multitud inédita para esa querida ciudad que visito cada vez que puedo escapar al menos un día. Ese pibe que se endureció sin perder la ternura jamás, desde el silencio del bronce los despedía.
Marcelo J. Silvera





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